Hay más tiempo que vida

No creo que esta expresión tenga algo que ver con Honduras en específico, pero me la dijeron varias veces estando ahí y me pareció bonita. Hasta donde tengo entendido, quiere decir algo como no hay que apurarse/disfruta el momento. Al haber pasado casi un mes en Honduras, e incomprensiblemente más de una semana en una ciudad llamada La Ceiba (no hay absolutamente nada en La Ceiba), creo que lo seguí al pie de la letra.

Mi primera parada después de cruzar la frontera fue Tegucigalpa, la capital y, según había escuchado, una de las ciudades más peligrosas de la región. Claro, la sola idea de llegar allí me tenía un poco preocupada pero al final fue sin causa: la pasé bien y me quedé dos noches.

El día después de llegar fui caminando al centro, que no quedaba tan lejos. Como de costumbre, logré perderme bastante y me metí por varias calles que definitivamente no eran. Sin planearlo, llegué al mercado principal que era un caos de gente, ruidos y olores. Me compré un agua de horchata y di una vuelta, terminando en la parte de comidas donde había por lo menos veinte puestos diferentes de baleadas y pupusas, los platos más típicos de Honduras y El Salvador respectivamente. Me senté en uno donde una familia entera vendía pupusas, la mamá y sus cuatro hijos de varias edades. Pasé bastante tiempo hablando con ellos – literal, no me querían dejar ir. Como suele pasar, creo que me vieron la cara de niña de 18 años y por poco evité acompañarlos a la iglesia. El hijo mayor ofreció caminar conmigo al centro y logré por fin despedirme de él una hora después.

Luego de caminar un rato, terminé en lo que creo que era la plaza central (abajo) donde compré una baleada y otra agua de horchata y me senté ahí a mirar a la gente. Claro, duré como 5 minutos en estas antes de que se me acercara un hombre y se me sentó al lado y empezó con la charla normal (¿qué haces aquí? ¿de dónde eres? yo estuve en… ¿y vienes sola? bla bla bla).

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El día siguiente, tomé un bus para llegar a La Ceiba, cruzando el país de sur a norte, alrededor de 7 horas. Creo que me quedé unos 6 días allá, los únicos motivos que encuentro para explicar esto son: estaba harta de moverme tanto, hubo varias protestas y cerraron algunas vías, tenía bastante trabajo y había un gato.

Un día fui a una playa cercana con un chico del hostal. Otro día conocí un grupo de nicaragüenses de un lugar que se llama Bluefields. Su población es, en su mayoría, afrodescendiente y hablan inglés criollo nicaragüense. No se conocían entre ellos, pero todos iban para las Islas Cayman a buscar trabajo. Se quedaron varios días en el hostal mientras organizaban su papeles y un día cocinaron para todos un plato típico de allá: rondón. Es un especie de sopa a base de pescado, coco y ají, aunque no tengo ni la más remota idea de cómo se prepara porque los hombres se encargaron de esto y no cabía más nadie en la cocina. Les quedó delicioso, pero sólo fue después de terminarlo que me advirtieron de que tiene un fuerte efecto afrodisíaco – “o te manda a hacer el amor o te manda a dormir”. Afortunadamente no me hizo nada.

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Logré por fin salir de La Ceiba y seguir mi viaje hacia Utila, una isla caribeña y prácticamente el único lugar en Honduras sobre el cual había escuchado hablar a otros turistas. Todos van con un único objetivo en mente: bucear. Y como es de esperarse, la isla, que tiene una sola vía siguiendo la curva de la bahía, está repleta de escuelas de buceo. Debe haber por lo menos 20. Debo admitir que antes de llegar a Honduras no tenía ni el más mínimo interés en aprender a bucear. Cualquiera que me conoce sabrá que soy una persona sumamente perezosa, no me gusta mucho estar en la playa y me vuelvo insoportable cuando hace calor. A pesar de esto, como los cursos eran muy económicos y yo ya estaba allá, decidí arriesgarme. Por recomendación de otros turistas que había conocido la noche anterior, opté por Captain Morgan’s Dive Centre, aunque creo que todos ofrecen prácticamente lo mismo: cursos de buceo en menos de $300 con alojamiento.

Para mi sorpresa, empezamos el curso ese mismo día, una chica estadounidense y yo. Nos quedamos en el mar justo en frente de la escuela mientras practicamos diferentes técnicas. Lo que aprendí fue que es difícil acostumbrarse a respirar bajo el agua, todo pesa UN MONTÓN fuera del agua y es realmente agotador. Durante todo el curso me vi obligada a tomar siestas por la tarde en las hamacas del segundo piso que daban al mar. En todo caso, no me podía quejar de la vista.

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Sin embargo, algo que sí resultó muy frustrante fue descubrir que me mareo. El primer día que salimos en el barco desperté a las 6 y desayuné una baleada, que es básicamente una tortilla enorme doblada a la mitad con frijoles, queso y aguacate adentro, sin duda la comida más típica de Honduras, y desde aquella mañana algo que pondría en la misma categoría como el guaro: el solo pensar en las baleadas me da una nausea impresionante y las aborrezco con todo mi ser. Pasé los 20 minutos que nos tardó llegar al sitio alimentando a los peces y maldiciendo la hora en que se me ocurrió gastar $250 en un curso de buceo. Afortunadamente para el viaje de vuelta algún genio me recomendó mantener la mirada en el horizonte y no volví a marearme.

A pesar del mareo, el cansancio y lo mucho que me quemé con el sol, la pasé genial. Sin duda el mejor día del curso fue cuando salí con mi tocaya que casualmente estudia algo como oceanografía, entonces se lo sabía TODO. Bajaba con una pizarra pequeña y a cada rato me señalaba con la mano algún pez, en que seguramente nunca me hubiera fijado, y escribía el nombre en la pizarra. Vimos un montón de corales, peces y rayas – incluso una tortuga!

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En cambio, lo peor que me pasó fue casi ahogarme una mañana que salimos en el barco y nos rodearon por lo menos 20 delfines. Al parecer, no es algo que suele suceder entonces todos se lanzaron del barco de inmediato con snorkel y aletas puestos para nadar con los delfines. Al ver que yo no planeaba seguirlos, los líderes me dieron una buena dosis de presión social y cedí olvidando por completo que soy pésima para nadar en el mar aún sin tener que lidiar con el reto adicional del snorkel y las aletas. Aunque como pueden ver abajo para bucear soy bastante buena.

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Un día mientras caminaba por la única calle de Utila me topé con un chico que había conocido más de un mes antes en León, Nicaragua, y como cosa rara, volví a encontrarme con él sin planearlo todos los días, incluso varias veces al día. Luego de haber pasado más de dos meses sin ver una cara conocida era como encontrarme con un viejo amigo.

En mi último día en la isla fui caminando hasta el final de la calle a un sitio que me habían recomendado para hacer snorkel. A pesar de no ser tan extremo como bucear, y por muy bobo que suene, se sentía bastante inquietante estar totalmente sola en el mar rodeada de cientos de peces y plantas raras y las partes profundas se veían muy espeluznantes. Como estaba en el superficie, todo brillaba bajo la luz del sol y los colores eran fascinantes.

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De regreso a La Ceiba conocí a dos hermanas húngaras y una chica de Suiza. Habíamos ido un visitar una cascada durante el día, que resultó ser mucho más complicado de lo que parecía, y por la noche, agotadas y aguantando el calor sofocante de la ciudad, pedimos pizza y nos pusimos a jugar juegos tontos sentadas alrededor de la mesa en la sala del hostal. Fue algo sencillo, pero se sintió tan reconfortante y liberador pasar tiempo en compañía de otras mujeres; no me había reído así en mucho tiempo. Al siguiente día ellas se fueron y yo seguí para mi siguiente parada – el Lago de Yojoa.

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